jueves, 26 de enero de 2012

Siempre nos quedará Truffaut

Con esto de haber dejado la comunicación audiovisual (sí, he dejado la carrera) me doy cuenta de que nunca dejas algo del todo, siempre te acompaña si realmente tiene cosas que te han hecho sentir feliz. Truffaut me viene a la mente tan a menudo que ahora mismo recuerdo el día en que me instalé cómodamente en una terraza del centro de Alicante, mirando profusamente la fuente de la Plaza de los Luceros. Pedí un café y me lié un cigarrillo. Era invierno; llevaba mi abrigo largo, mi boina (robada posteriormente por algún fanático de la bohemia francesa), mis gafas de sol y uno de esos cuadernos que acaba apilado con otros similares por los rincones de mi casa. Fue mi primer día de aspirante a flâneur profesional (así no digo flâneur amateur, que queda muy pedante, por no decir cursi).  Escribí pensando en la gente que veía caminando a mi alrededor, los coches ensuciando la música del aire y el aroma de los crêpes que se arremolinaba en mi cabeza recordando las terrazas del barrio latino de París. Imaginé a Baudelaire mirándome desde una esquina con una sonrisa socarrona mientras yo describía lo que creía que pasaba por la mente de una mujer entrada en carnes y en años que cargaba con varias bolsas de supermercado, rebosantes. Un anillo limpio y dorado alrededor de su dedo, el pelo cardado y los pies tan agotados como sus ojos. Una niña volvía a casa con su mochila de flores, tan seguro era que venía del instituto Jorge Juan que esbocé una sonrisa recordando viejos tiempos.
Truffaut me causa fascinación. El sentía fascinación por Hitchcock (tanta como yo, desde luego) y, como una cadena interminable, acabo yo de rodillas entrevistando a ambos directores, a cual en un pedestal más alto...
Me miran con cierta ternura. Truffaut recuerda a Jean Seberg y me lo dice con una sonrisa dulce. Tan dulce como el cigarrillo que acompañó mi café aquel mediodía. Fue hermoso soñar en mitad del bullicio de aquella ciudad sucia y desesperante. Añorar París, a pesar de su tono parduzco, gris y frío, es algo que me abriga por las noches. Blanche, mi parada de metro, cerca de Pigalle...
De vuelta a la realidad, bajando por General Marvá, camino de Maisonnave, me cruzo con un viejo conocido con el que, por algún motivo que desconozco, empiezo una casual conversación sobre la interpretación. De sopetón y sin sentido, le suelto el bombazo que llevo atenazado en la garganta varios días: "Yo soy actriz" Mi viejo conocido sonríe: "Ah ¿sí?" No puedo evitar seguir: "¡De teatro!". Una sonrisa que no me gustó asomó entre sus dientecillos..."Ah...de teatro...".
Reflexionando camino de casa, olvido el indeseable incidente y recuerdo al gatito que se paseaba entre mis piernas en aquella brasserie junto a Notre Dame. Buscaba, relamiéndose, una feliz ocasión de probar mi cena. Es el gato bajo la lluvia del relato de Hemingway. Y tantas cosas pensaba que no pude concienciarme de que había vuelto de París hacía ya bastante tiempo, meses...


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